HISTORIA DE VIDA. UN RELATO REAL DE RESILIENCIA FEMENINA
Amanecía el año 1936 cuando el caballo de Elena Bencomo, acorralado desde el cielo por una fuerte lluvia y desde la tierra por un camino selvático, pantanoso e inclinado, resbaló, cayó y botó de su montura a la hermosa mujer de 35 años que transportaba a San Francisco de Macaira, una población selvática llanera de Venezuela.
Con graves traumatismos y la ayuda de quienes la acompañaban, Elena terminó llegando a su destino, donde consumió los momentos finales de su vida.
Lefia Bestalia, la mayor de las tres hijas que «le parió» a José Antonio Echegaray, con sus 7 años y sin vislumbrar las consecuencias de lo que pasaba, jamás olvidaría aquel día cuando, aturdida, petrificada y sin palabras, a un lado de la cama donde yacía su madre, la vio señalar con su mano derecha y pedir: «Denme un poco de ese pan», el cual en realidad se trataba de un pedazo de palo recostado en la puerta del cuarto.
Antes de morir, en medio de un oasis de lucidez que su espíritu semi inconsciente ansiaba con suma urgencia, Elena Bencomo alcanzó a pedirle a su madre, la viuda Justina Bencomo, que por favor cuidara de las cuatro hijas que dejaba tras su partida: Ofelia Hermenegilda Palma Bencomo, de 12 años, que «le parió» a Ramón Palma Moreno, con quien estuvo vinculada por amor, por lo civil y por la iglesia, antes que él, prematuramente, muriera tres meses antes del nacimiento de su hija. Lefia Bestalia Echegaray Bencomo, ya dijimos, de 7 años; Carmen Amelia Echegaray Bencomo, de 4 años; y Aura Gisela (Echegaray) Bencomo, de 2 años, que «le parió» a José Antonio Echegaray, con quien estuvo vinculada por amor, por sastre, sin lo civil, sin la iglesia, y desvinculada por una pelea que él le plantaba: «¿Hasta cuándo pares niñas? Quiero un varón. ¿Hasta cuándo una cuca más en esta casa?».
A consecuencia de esa última pelea y de la decisión de él de no ponerle el apellido a su última hija, Aura Gisela, Elena tomó la decisión de venirse desde la población costera de Río Chico, donde estaban la sastrería y la vida que había construido con su amado, para regresar con los suyos a San Francisco de Macaira, donde había nacido y se había criado.
Pero para eso, había que atravesar una selva que separaba la costa del llano y que no era complaciente con las improvisaciones: la selva tropical lluviosa de Guatopo, donde su abuelo, José Aciclo Bencomo, era cacique de la zona, había matado a un tigre con un cuchillo y eliminado a cinco bandoleros que querían violar a sus hijas si no les daba unas morocotas. Las cinco cruces aún persisten en el lugar para recordar lo ocurrido, en las cercanías de Macaira.
A partir de esas decisiones y sus consecuencias, las tres niñas Echegaray Bencomo quedaron huérfanas de madre y también de padre, porque este murió poco después por razones que se desconocen, en el oriente del país. Todo esto derivó en un brusco descenso de las cuatro niñas (una Palma Bencomo y tres Echegaray Bencomo) en la escala social, en su calidad de vida y, como en las piezas de dominó que, al caerse la primera, provoca la caída de las otras, en más infortunios que les cayeron encima… pero no las derribaron.
Las Echegaray Bencomo no solo desobedecieron a Ortega y Gasset, pasando por encima de sus circunstancias, sino que, además, con una resiliencia admirable, construyeron circunstancias diferentes para ellas y para nosotros, sus descendientes.
Ramón Francisco Reyes Echegaray