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El poder en Foucault: «Un caleidoscopio magnífico»

Por La Victoria al día

Fuente: Daniel Toscano López
Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile.Logos vol.26 no.1 La Serena set. 2016

El poder y su funcionamiento caleidoscópico

El pensador francés Michel Foucault (1926-1984) ocupa un lugar importante en lo que podríamos denominar un pensador- «sismógrafo»1– que detecta el agotamiento de las categorías político-filosóficas con las cuales se ha pensado «el presente». Una de ellas, pero dotándola de una nueva significación, es sin duda, la de poder. Es mediante esta categoría, nunca entendida como una entidad universal y maciza, pues es proverbial en el filósofo francés su repelencia a las teorías, que le toma el pulso a los cambios y transformaciones políticos ocurridos en el seno de las sociedades disciplinarias y «neoliberales avanzadas»2.

Tales cambios no son continuos, sino discontinuos, pues no son el resultado de una cadena causal en el que un eslabón reproduce al siguiente, sino efectos de prácticas médicas, pedagógicas, jurídicas, carcelarias, que por acumulación y encabalgamiento en distintas direcciones dan relieve a dispositivos de poder. En otras palabras, dichos dispositivos son caleidoscopios móviles, es decir tecnologías de poder. De manera que desde allí puede comprenderse cuando Foucault (1999: 239) sostiene que «debemos hablar de los poderes e intentar localizarlos en su especificidad histórica y geográfica», lo cual muestra que el poder en cuanto dispositivo o caleidoscopio está inscrito en prácticas situadas en coordenadas temporales y espaciales determinadas. Asimismo, se puede considerar que el poder en términos de su funcionamiento consiste en una yuxtaposición de caleidoscopios y, por eso, siguiendo a Foucault en Las mallas del poder(1999: 239) puede afirmarse que «la sociedad es un archipiélago de poderes diferentes». Como bien es sabido el caleidoscopio (2006: 466) es «un aparato formado por un tubo en cuyo interior hay dos o tres espejos, que se aplican al ojo por un extremo y tiene en el opuesto dos vidrios entre los cuales hay pequeños fragmentos de cristal de distintos colores». Por lo tanto, cuando se afirma que el poder es un «caleidoscopio magnífico» no es en tanto forma de representación, pues no se trata de una estructura, sustancia o entidad definida, sino en su «funcionamiento».

No hay teoría del poder. El poder entendido como caleidoscopio no es una estructura o sustancia, es caleidoscopio en la medida en que más allá de ser entendido como coacción, control o negación de la vida es productivo, porque se trata, en palabras de Dreyfus y Rabinow (2001: 150), de un dispositivo o aparato que al articularse a regímenes de verdad, «hacen ver» y «hacen hablar» la realidad misma de una forma específica, pero no desde un único núcleo central. Naturalmente que en Foucault los análisis que gravitan alrededor del poder no se articulan en función de una teoría, pues es conocida su resistencia a subsumir sus investigaciones a un saber universal que someta a una sola mirada lo estudiado. En ese mismo orden de ideas, no se trata de reducir el estudio del asunto del poder a su esencia o naturaleza, cuya problematización culminaría al desentrañar el significado de éste, al modo de una definición. Es por esto que en el filósofo francés no se encuentra un concepto o definición del poder, pero sí, al menos, cinco «precauciones de método» que enfatizan el cómo del poder o, en otras palabras, su «funcionamiento caleidoscópico». Es de capital importancia señalar que estudiosos de la obra de Foucault como Miguel Morey, en el prólogo a la edición española del libro Un diálogo sobre el poder, y Gilles Deleuze, en su libro Foucault, aludan a dichas precauciones de método acuñando el término de postulados. Ahora bien, sabemos que «postulado» es un concepto extraído del campo de la geometría y de las matemáticas; en el primero de los casos cabe recordar a Euclides en sus Elementos y en el segundo a Peano con el sistema numérico, pero que luego, al ser extrapolado al campo de los estudios sociales y humanos, haría concebir al poder desdoblado, pero abstraído, en proposiciones que, al no ser evidentes por sí mismas necesitan de demostración; sin embargo, se entiende que Foucault está lejos de reducir el poder a fórmulas sumarias o a reducidas recetas que distorsionarían su análisis.

Si bien es cierto que dentro de la analítica del poder desarrollada por Foucault se puede hablar de una etapa primero deconstructiva o de tratamiento de los obstáculos o escollos, como las concepciones del economicismo y la hipótesis represiva, también se erige una constructiva o propositiva que remata en lo que Foucault ha denominado «precauciones de método». Esas cinco precauciones de método son las siguientes: en primer lugar, que el poder no es una sustancia o, lo que más adelante denomino, la importancia de desplazarse de «la imagen de la propiedad al nominalismo», la cual es la primera de las tres representaciones criticadas por Foucault al economicismo en la versión de la teoría jurídica y política; en segundo lugar, que el poder no se localiza en el Estado, pues esta segunda imagen del modelo político-jurídico, cuya puesta en escena es el campo político, termina por encubrir la guerra y la conquista como rejilla de inteligibilidad de las relaciones sociales; en tercer lugar, que el poder no se reduce a la forma de la ley, siendo esta la última imagen deconstruida por el filósofo francés, cuyo modelo hace su asiento en la teoría del pacto social de Hobbes (de la legalidad a la capilaridad); en cuarto lugar, que el poder no es una supraestructura, sino que es inmanente a las relaciones sociales, corresponde al enfoque marxista (de la subordinación a la inmanencia del poder). Finalmente, y en quinto lugar, que el poder no es una represión-prohibición, la cual es una consecuencia del análisis de la hipótesis represiva.

La analítica del poder desplegada por Foucault pasa por la sospecha de la concepción de éste como una sustancia. De manera categórica, desde el comienzo del curso que será la génesis del texto: Seguridad, territorio, población, el pensador francés (2006: 16), deja claro que «el poder no es justamente una sustancia, un fluido, algo que mana de esto o de aquello, sino un conjunto de mecanismos y procedimientos cuyos papel o función y tema, aun cuando no lo logren, consisten precisamente en asegurar el poder». Apegarse a tal enfoque implica un malentendido que confunde el poder con una entidad metafísica, una fuerza trascendente, una estructura subyacente o una institución política, económica y social. La labor foucaultiana de filosofía del martillo, en contra del poder hipostasiado como sustancia, evoca la tarea crítica efectuada por la tradición del empirismo y, en particular, la de John Locke. Mientras para éste la multiplicidad de la realidad se conoce a partir de las cualidades primarias y secundarias de los objetos, siendo la sustancia un mero nombre con el que se rotula un supuesto soporte de éstas, para Foucault (1986: 113): el poder: «es el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada». En virtud de este nominalismo, el pensador de Poitiers ya no hablará de cualidades que hacen su asiento en una sustancia, sino de la guerra y de la política como estrategias que son la nota características de relaciones de fuerza. El poder deja de ser un a priori universal para ser una práctica ejercida sobre los cuerpos. En otras palabras, el poder en su funcionamiento caleidoscópico está vertebrado por pequeños mecanismos y diferentes vectores que encabalgándose en distintas direcciones tensionan las relaciones sociales.

En relación con las bondades que reporta el paso de un enfoque sustancialista del poder, entendido como «cosa», a otro nominalista, Etienne Balbier (1990: 64) afirma en su escrito: Foucault y Marx, la postura del nominalismo que:

Este término tiene un doble beneficio, pues practicar un nominalismo histórico es no sólo disolver radicalmente idealidades tales como «el sexo», «la razón», «el poder» o «la contradicción» sino que es también prohibirse pasar de la materialidad de los cuerpos a la idealidad de la vida, cuando otros autores no cesan de volver a pasar de la materialidad de las relaciones sociales a la idealidad de la dialéctica.

De la empresa de la analítica del poder, entendida como ejercicio del martillo que quiebra la representación cristalizada del poder como sustancia, se pueden extraer tres implicaciones: en primer lugar, que el poder no puede ser pensado desde el paradigma de la mercancía, es decir al modo de un bien intercambiable que se adquiera, niegue, despoje o comparta, sino que, según Foucault (1986: 114) «se ejerce a partir de innumerables puntos». Por eso, el poder no es la mejor cosa repartida del mundo, y en virtud de lo anterior, el poder es un caleidoscopio en el que se articulan «relaciones móviles y no igualitarias». En segundo lugar, si el poder fuera un punto primario y privilegiado respecto de otros, entonces en esa metafísica del poder hablaríamos de una mónada hermética cargada de una energía que de un modo metafísico e inexplicable comunica su fuerza a las demás. Este punto queda ilustrado cuando Foucault en su libro La voluntad de saber, al criticar al freudomarxismo, enfoque responsable de la hipótesis represiva, cita el principio de la «homeomería social». Bajo dicha expresión se entiende que las partes del todo social se asemejan a éste; sin embargo, Foucault no estará de acuerdo con que la familia reproduzca la sociedad. De manera que así como la familia no es un estado pequeño, el Estado no es un gran patriarcado. En tercer lugar, cuando el filósofo Gilles Deleuze, interpretando a Foucault, sostiene que éste no ha renunciado a la existencia de la lucha de clases, también pone de relieve que se desplaza desde la concepción del poder como sustancia a un «análisis funcional». Para Deleuze, (1987: 51) dicho funcionalismo, concibe al poder como una estrategia, de tal manera que «el poder carece de homogeneidad, pero se define por las singularidades, los puntos singulares por los que pasa».

Por vía negativa, el poder no ha de ser concebido en coordenadas espaciales como si una cualidad fuera la de ser poder centralizado, de manera que es menester abandonar el supuesto de la localización y recurrir a la metáfora de la red con el fin de entender el funcionamiento caleidoscopio del poder. Sin embargo, no se trata de insinuar que esté en una periferia, sino de eliminar la imagen de una instancia nuclear y compacta desde la cual se desconcentre y emane el poder. Por el contrario, puede pensarse en el poder que se instala en los aparatos ideológicos, tales como la escuela, la sociedad y el Estado, pero para el mismo Foucault, estos aparatos no son causas sino efectos del mismo poder. Asimismo, para este autor tampoco existen sujetos que agencien, administren y controlen el poder mediante la toma de decisiones. Si bien es cierto que el poder se despliega en virtud de un objeto, y por esto es que el pensador francés señala que aquél es intencional; sin embargo, el poder no es concebido y catapultado desde instancias subjetivas o grupales que lo susciten. A este respecto, en los cursos de 1976, Foucault (2002: 37) establece que:

Se trataba de no analizar el poder en el plano de la intención o la decisión, no procurar tomarlo por el lado interno, no plantear la cuestión (que yo creo laberíntica y sin salida) que consiste en decir: ¿quién tiene, entonces, el poder?, ¿qué tiene en la cabeza? ¿qué busca quien tiene el poder? Había que estudiar el poder, al contrario, por el lado en que su intención –si la hay- se inviste por completo dentro de prácticas reales y efectivas: estudiarlo, en cierto modo, por el lado de su cara externa.

Con el fin de ilustrar aquello a lo que el filósofo de Poitiers renuncia, se hace referencia al libro clásico de la literatura de ficción 1984, en donde se narra cómo un Estado de corte estalinista ha hecho desaparecer la libertad, lo cual si se extrapola a la reflexión filosófica de Foucault en torno al poder eso es imposible, pues en este autor el poder no elimina la libertad, en cuya relación tampoco hay un antagonismo sino un agonismo. Ahora bien, en la obra a la que se alude, el poder se concentra en el Estado como el lugar desde el cual, y por entero, se controla todo: pensamientos, deseos y acciones. En este sentido, el mismo George Orwell (2004: 307) lo describe así: «Winston, sentado en su rincón de costumbre, contemplaba un vaso vacío. De vez en cuando levantaba su mirada a la cara que le miraba fijamente desde la pared de enfrente. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decía el letrero». Se trata del poder de un Estado omnímodo, que para llevar a buen término sus fines, logra incluso controlar la rebelión de un individuo llamado Winston, permitiéndole cierto margen de maniobrabilidad para hacerle sentirse libre. Desde el punto de vista filosófico, y trasladado el problema de la centralización o localización del poder en el Estado a la sociedad capitalista avanzada, Herbert Marcuse, en su libro El hombre unidimensional, sugiere que el poder de dicho sistema es tal, que los hombres terminan por homogeneizar sus hábitos de consumo, de comportarse, pensar y sentir igual, de tal manera que, de forma similar a la obra de Orwell, dicha sociedad genera intersticios o espacios de maniobrabilidad de supuesta libertad para mantenerlo, a fin de cuentas, esclavo.

Abandonando esa imagen espacial del poder centralizado, Foucault gira hacia una «topología» diferente y señala que el poder ha de captarse desde «sus extremos», «allí donde se vuelve capilar». Lo «capilar» hace referencia a las técnicas y estrategias desplegadas en el ejercicio del poder mismo, no desde una supraestructura o desde un aparato ideológico, como si allí tuviera un origen. En consecuencia, el poder lejos de deducirse de una instancia central es atópico. En palabras de Foucault (2002: 38): «se ejerce en red, y, en ella, los individuos no sólo circulan, sino que están siempre en situación de sufrirlo y también de ejercerlo. Nunca son el blanco inerte o consintiente del poder, siempre son sus relevos. En otras palabras, el poder transita por los individuos, no se aplica a ellos».

Lo que el pensador francés logra conjurar es al mismo tiempo tanto un absolutismo de la ley, como un dualismo entre dominadores y dominados, cuya postura recuerda la de un maniqueísmo nocivo. Foucault (2002: 53-54) no pretende un análisis descendente del poder, en donde la ley cumple una función negativa y represiva o, en el mejor de los casos, pone fin a los conflictos de fuerzas sociales en pugna, pues, gracias a Clausewitz, entenderá que: «la política es la continuación de la guerra por otros medios (…) La ley no nace de la naturaleza, junto a los manantiales que frecuentan los primeros pastores; la ley nace de las batallas reales, de las victorias, las masacres, las conquistas que tienen su fecha y sus héroes de horror; la ley nace de las ciudades incendiadas, de las tierras devastadas; surge con los famosos inocentes que agonizan mientras nace el día». De este hecho se desprende que por detrás de la paz que reclama la ley, subyace una guerra que recorre el tejido social. Ahora bien, esa permanente guerra, aunque puede ser ilustrada por la confrontación entre dominadores y dominados, también termina por desdibujar una explicación exacta del poder, pues el poder no se explica de arriba abajo, sino de forma ascendente; desde lo infinitesimal hasta su recubrimiento en técnicas y mecanismos del poder.

Para Foucault el enfoque jurídico es un óbice para una analítica del poder, en la medida en que lo legal encubre una situación de estrategia, en que su papel es el de «gestionar los ilegalismos». A este respecto, Deleuze (1987: 56) afirma: «Foucault muestra que la ley no es ni un estado de paz ni el resultado de una guerra ganada: es la guerra, la estrategia de esa guerra en acto, de la misma manera que el poder no es una propiedad adquirida de la clase dominante, sino un ejercicio actual de la estrategia». Foucault desplaza el análisis del poder desde la ley al estudio de sus mecanismos que encuentran su punto de anclaje en el término capilaridad. Sin duda, aunque se trate de una analogía extraída del campo de las ciencias naturales, junto con la expresión de «infinitesimal», a lo que apunta el pensador francés (Deleuze, 1987: 54) es a establecer que el poder produce realidad, genera verdad, y que: «lejos de ejercerse en una esfera general o apropiada, la relación de poder se implanta allí donde existen singularidades, incluso minúsculas, relaciones de fuerza tales como «disputas de vecinos, discordias entre padres e hijos, desavenencias conyugales, excesos del vino y del sexo, altercados públicos y no pocas pasiones secretas».

El poder no es una supraestructura, ni tampoco una ideología, constituida como instrumento de lucha por la clase dominante. Del mismo modo, el poder no es representado en la soberanía y no es el resultado de la unión de individuos que realizan un pacto. Lo anormal no está fuera de lo normal o lo ilegal más allá de lo legal, la guerra por fuera de la paz, el desorden por fuera del orden. De este modo, para Foucault (1986: 114) «las relaciones de poder no se hallan en posición de superestructura, con un simple papel de prohibición o reconducción; desempeñan, allí en donde actúan, un papel directamente productor». Por lo tanto, la función caleidoscópica del poder no quiere decir subordinación a una estructura, sino que ha de entenderse en términos de inmanencia. Que el poder es inmanente, significa que crea instituciones, produce realidad, genera discursos, engendra prácticas, se vale de estrategias y emplea instrumentos de intervención.

Luego de soslayar los enfoques economicistas que estudian el poder desde la óptica jurídica política, el expositor de los cursos de 1976,Defender la sociedad, muestra desde el comienzo de éstos que el otro esquema tradicional que desdibuja el poder es la hipótesis represiva. A diferencia de la perspectiva jurídica o sistema contrato-opresión, en la dominación-represión, según Foucault (2002: 30): «la oposición pertinente no es la de lo legítimo y lo ilegítimo, como en el precedente, sino la existencia entre lucha y sumisión». La crítica de Foucault a la hipótesis represiva es efectuada al freudomarxismo, para el cual la represión tiene un estrecho vínculo con el advenimiento del capitalismo. Esto llevó a la falsa representación de la sujeción del individuo a un aparato productivo que se limitaba a obedecer en la medida en que para Dreyfus y Rabinow «El sexo se reprimía porque era incompatible con la ética de trabajo demandada por el orden capitalista. Todas las energías debían aprovecharse para la producción» (2001, 157). Esta perspectiva hace ver al poder exclusivamente como coerción, negatividad y dominación, y, en consecuencia, el poder y la verdad se excluyen. Por eso para Foucault, según Balbier (1990, 52):

Lo históricamente verdadero es que la sexualidad con sus dispositivos de regulación y de coacción (moral familiar, especialmente la prohibición del incesto, la formación educativa, la medicalización y la psiquiatrización) fue trasladada a la esfera del trabajo de conformidad con un modelo burgués a medida que las relaciones económicas evolucionaban hacia una integración social y una normalización de las fuerzas del trabajo.

Para Foucault «en donde existe poder hay resistencia», de tal manera que ésta no se explica porque haya una dominación externa o porque la resistencia esté por fuera del poder oponiéndosele, sino que se despliega de abajo hacia arriba, como el poder mismo.

En resumen, el poder en Foucault opera en un movimiento caleidoscópico no como si se tratara de una estructura maciza, compacta y hermética desde la cual se irradia el poder, tampoco es una esencia fija externa a los individuos de manera que sólo se explicaría el polo negativo del poder. Antes bien, en tanto caleidoscopio, el poder funciona mediante la variación de pequeños mecanismos, de enfrentamiento de vectores que se encabalgan unos con otros produciendo de forma inmanente a las relaciones sociales y de forma positiva la realidad. El poder no es un mecanismo general, sino singular, pues está inscrito en prácticas históricas concretas fabricando la subjetividad de individuos determinados. El poder declinado en plural en tanto caleidoscopios singulares inscritos en prácticas histórico-sociales es poder infinitesimal y capilar en el que se articulan relaciones móviles, estratégicas y conflictivas en pugna.

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